Cuatro bestias pardas –musicalmente hablando– sobre el escenario, un horario demencial (por favor, no más conciertos hasta las 2:30 de la mañana, que tenemos ya una edad), un reencuentro esperadísimo con su público y un repertorio deslumbrante. ¿Qué más se puede pedir para vivir una noche memorable? Si aún no conoces a SuperSkunk, ya puedes ir dándole al play a la selección de Spotify y apuntarte a la próxima, porque en directo son aún mejores


Lo peor de la nostalgia que afecta (más bien infecta) a todos los que fuimos a EGB es esa maldita pátina de almíbar que hace que cualquier tiempo pasado parezca mejor. Y no, que va, ni de coña. ¿Acaso alguien en su sano juicio cambiaría el catálogo de Netflix por la carta de ajuste hasta las tres de la tarde? Pero ahí estamos, en medio de esa explosión y para evadirse de ella no queda otra que cuestionar de forma constante si realmente todo molaba tanto. Afortunadamente el algodón del tiempo no engaña y pone a todo el mundo en su sitio (quiero decir que, por ejemplo, si llevas 25 años sin estar en contacto con tus colegas del instituto, a lo mejor es que no erais tan colegas por mucho que Facebook no pare de sugerirte que retoméis vuestra bonita amistad).

Pero remontémonos a finales de los años 90. Mientras espera al acto principal de la noche, un impresionable joven tiene una epifanía en forma de cuarteto armado de talento hasta los dientes que tiene entre manos la ingrata labor de ejercer de teloneros de unos Molotov en estado de gracia (presentando ni más ni menos que ¿Dónde jugarán las niñas?). El público, lejos de esperar ansioso la llegada de los mexicanos, disfruta de aquellos chavales que no sólo sacan adelante un repertorio incendiario sino que provocan saltos y disfrute a partes iguales, como si todo fuese a acabarse de un momento a otro. En un mundo sin móviles ni piratería en niveles absurdos (Internet aún viaja a paso de modem), me paso el concierto con un mantra recién adquirido: “Planeta azul, SuperSkunk. Planeta azul, SuperSkunk…”; mantra que al día siguiente repito ante el vendedor de mi tienda de discos (nota para los más jóvenes: lo que hoy conocéis como FNAC antes eran tiendas pequeñas que estaban casi por todos lados y que, además, [ALERTA SPOILER] ¡no eran de la FNAC!).

Aquel CD contenía quince canciones entre las que se escondían, al menos, tres clásicos instantáneos (‘Luz’, ‘Dos’ y la canción que da título al disco) y su hallazgo fue compartido igualmente de forma instantánea con amigos y familiares, convencido de que tarde o temprano aquellos temazos iban a explotar. Ya sabéis, todos hemos sido jóvenes (alguno puede que incluso aún lo seáis; no os preocupéis se os pasará) y nos gustaba ser lo que ahora se llama ser trend settler y que en aquel momento se traducía simplemente por «estar en la onda». A partir de ahí vería a SuperSkunk prácticamente en cada ocasión que tuve hasta su disolución, allá por el 2003, cuando se hartaron de incomprensión después de otro discazo (Sea como sea) que corrió la misma (mala) suerte que Planeta azul, es decir, que pasó igualmente desapercibido. Cinco años que dieron para verles en todo tipo de situaciones: desde garitos pequeños medio vacíos hasta recintos medianos abarrotados. El resultado era siempre el mismo: hipnosis colectiva provocada por un directo sencillamente poderoso que se sustentaba en sus cuatro carismáticos musicazos.

Pudiera ser que me esté inventando todo esto y que fuese yo el único enajenado pero, otra de las utilidades de la Red, Internet favoreció que los fans que añoraban aquellos chutes adrenalíticos se organizase y, con bastante más éxito (gracias a Dios) que quienes pedían el regreso de Mecano, consiguieron que Rodrigo Llamazares, Javi Rojas y Javier Gómez Pacheco en 2011 se volviesen a juntar con el cambio de cromos a la guitarra de Kike Fuentes por David Obelleiro, un cambio en absoluto menor, pues una de las más potentes señas de identidad de la banda eran los riffs de Obelleiro. Tras el primer reencuentro quedó certificado, incluso para los más escépticos, que el engranaje seguía perfectamente engrasado y que Fuentes reemplazaba con más que solvencia al guitarrista original de la formación.

Desde entonces se han reunido más o menos de forma regular para tocar tres o cuatro veces por año, ganando nuevos adeptos y consiguiendo, como aquellos charlatanes que iban por el Oeste americano de las películas vendiendo tónicos reconstituyentes, obrar el milagro de que treintañeros entrados en años, e incluso algún cuarentón, salten y se comporten como si estuviesen en plena veintena. Y siguen demostrando que pese a ser una banda muy desconocida para el gran público, su demoledor directo les coloca en la planta noble de la música en vivo de nuestro país.

¿El secreto? Sus componentes respiran, comen, beben y sudan música y la lanzan como una granada que explota entre un público rendido a sus pies desde el arranque del concierto (en el caso que nos ocupa abren el bolo con un recorrido por sus tres discos: ‘Enchufa el patch’ da paso a ‘Luz’, y de ahí saltan al primer disco con ‘Uno’). Sobre el escenario se convierten en cuatro especialistas, cuatro infalibles cirujanos de la diversión capaces de compenetrarse con solo una mirada (véase ese bis que casi involuntariamente se les va de las manos hasta transformarse en una jam en el que uno de los cuatro propone y los otros tres siguen sin pestañear, saltando de Rage Against the Machine a Michael Jackson, pasando por los Beatles, Led Zeppelin o Red Hot Chilli Peppers… o el ‘Life is life’ de los ínclitos Opus, en un homenaje/parodia que se ha convertido en marca de la casa).

A lo largo del concierto los clásicos de la banda ‘“Planeta azul’, ‘Fugaz’, ‘Nadie como tú’, ‘Sea como sea’, ‘Dos’, ‘HP’…) se abren paso como un bulldozer: sin pausa, sin compasión. Arrollada, la audiencia se deja llevar y bota al ritmo que marcan los Javis (Rojas y Gómez, bajo y batería respectivamente), mientras Rodrigo Llamazares ejerce de MC en todas las acepciones del concepto y dirige con maestría a esa masa enfervorecida que corea cada sílaba. Lo de Kike Fuentes merece capítulo aparte, máxime después de haberle visto una semana antes como guitarrista de la banda de Depedro (donde ejerce como sobrio y comedido músico acompañante, miembro del preciosista combo que ha montado Jairo Zabala para presentar Pasajero, su último disco, y en el que, por cierto, también está Javi Gómez). Donde con Depedro encontrábamos contención, aquí hay un desenfreno que dinamita cualquier esperanza de los mencionados treintañeros y cuarentones a tomar un respiro. El Kike de una y otra ocasión comparten el fino virtuosismo y el saber estar al servicio de lo que pide cada repertorio, es decir, lo que distingue, especialmente en el caso de los guitarristas, a los exhibicionistas de los grandes músicos.

Como testigo de esta explosión, uno no puede evitar pensar que menear al público de esta forma debe ser relativamente fácil (o al menos más asequible) cuando te enfrentas a una audiencia multitudinaria de enfervorizados fans dispuestos a corear hasta la última sílaba, algo que debe ser como dejarse arrastrar por una avalancha; pero que conseguir provocar semejante catarsis, propia y ajena, es algo que está al alcance de unos muy pocos elegidos.

SuperSkunk juega en esta liga y eso les hace tremendamente especiales y absolutamente obligatorios. Repito: o-bli-ga-to-rios. Cualquiera que ame la música (por encima de géneros y etiquetas) debería verles al menos una vez en directo. Esperemos que no tarden en volver a tocar. Esperemos igualmente que esa promesa incumplida de su biografía en Wikipedia (“Actualmente se encuentran componiendo nuevas canciones para el que podría ser su esperado cuarto álbum de estudio”) se concrete y podamos verles, pronto, tocando cosas nuevas. Y si no, volveremos a acudir a la llamada. Porque no todo el pasado fue mejor, sobre todo si hay un presente tan brillante.

Ficha técnica: SuperSkunk + Useless Dogs. Rock Palace (Madrid). 21 de octubre de 2016. Rodrigo Llamazares (voz), Javier Rojas (bajo), Javier Gómez Pacheco (batería) y Kike Fuentes (guitarra).

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