Tenía muchísimas ganas de ver Verónica, la nueva película de Paco Plaza. No solo porque admire profundamente a este director valenciano (aún recuerdo cómo lo «asalté» en una de las muestras SyFy que hacen en Madrid para decirle que me encanta su trabajo) sino porque me encanta el terror, y en España se hace muy buen terror (y, además, un amigo mío ha colaborado en el guion), como bien demuestran este tándem de directores (me refiero al dúo que forman el propio Plaza y Jaume Balagueró).


Verónica podría ser lo que la serie Stranger Things es al cine (y por extensión a la cultura) de los ochenta, un continuo homenaje a la cultura de finales de los ochenta y principios de los noventa que rodeaba a cualquier adolescente español. La música de Héroes del Silencio ayudan a la joven Verónica a sobrellevar el exceso de responsabilidad familiar que supone ser la hermana mayor de cuatro hermanos, con una madre ausente debido a la carga laboral, y un padre fallecido tiempo atrás. ‘Maldito duende‘ suena en los cascos de Verónica y, adelanta en cierto modo, la presencia que perturbará a esta familia.

Creo que no soy la única a la que le vino a la mente la leyenda urbana de Verónica (o Bloody Mary en el mundo anglosajón), que se te aparece si dices en voz alta su nombre tres veces delante de un espejo, cuando oí hablar por primera vez de este proyecto. Y creo que el director también ha querido jugar con esa referencia cultural puesto que los espejos juegan un papel importantísimo, al menos desde el punto de vista de la narración puramente cinematográfica, es decir, creando el ambiente y la atmósfera necesarios, puesto que el cine no es solo un buen guion, también hay que saber llevar las emociones del espectador a base de recursos visuales.

Plaza sorprende, precisamente, en su manejo de estos recursos visuales para crear potentes imágenes que ayuden a crear lo fantástico que rodea a la narración. Desde el extraño encuadre del plano en el que Verónica se levanta de su cama hasta el plano secuencia (reproducido al revés, creando un efecto de fantasmagoría e irrealidad). Además, actualiza el discurso clásico de la casona encantada, situando la acción en un piso del barrio obrero de Vallecas (Madrid), Más cercano, imposible. Porque el verdadero horror surge cuando el espectador se identifica con la situación de la ficción y con sus personajes, y no nos resulta complicado empatizar con Verónica y su familia.

Tampoco podemos olvidar la cantidad de homenajes que aparecen a lo largo del metraje, recordemos que Plaza es muy dado a este tipo de guiños (un ejemplo es el memorable episodio que dirigió para la serie Películas para no dormir, que bebía directamente de la infancia ochentera plagada de Goonies y Karate Kids). Y, por qué no decirlo, con haber introducido parte del metraje de ¿Quién puede matar a un niño?, de Chicho Ibáñez Serrador (uno de mis directores favoritos del mundo), y esa sombra de una mano que recorre la habitación, recordando a Nosferatu (F. W. Murnau, 1922) ya me tenía prácticamente ganada.

Si a ello se le añade el haber conseguido un estilo propio en donde se mezcla la melancolía de tiempos pasados, el costumbrismo, el drama y el terror de lo cotidiano (casi casi cercano a ese terror cósmico que hace aparición en la rutina más ordinaria de los cuentos de H. P. Lovecraft) y lo aderezas con un extraordinario acierto de casting (Sandra Escacena está formidable en su papel de Verónica) obtienes una digna película de terror, de esas que te calan poco a poco, de esas que casi te provocan más escalofríos la situación vital de los personajes que la propia presencia sobrenatural. Postmodernismo terrorífico del bueno.

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