Tengo cierta vocación por ejercer de abogado del diablo, lo reconozco, así que voy a aprovechar para defender que la sala Joy Eslava se transforme en otra cosa, aunque no necesariamente lo quiera.


Abría El Confidencial antes que Twitter y leía sorprendido, que la sala Joy Eslava estaba en venta, que iba a acabar siendo una tienda de moda. Otro palo para la cultura en España, pensé. Pero después me di cuenta de que Joy Eslava, antes que una sala de conciertos y fiestas de dudoso gusto, había sido un teatro. ¿Qué pensaron en 1979 cuando se enteraron de que un teatro en pleno centro de Madrid iba a transformarse en discoteca? Estoy seguro de que muchos pusieron el grito en el cielo. En este caso hay que anotar que el recinto ha mantenido un cierto uso cultural, un tanto elitista -como cuando era teatro, pero en un sentido diferente- pero cultural al fin y al cabo. Para mí, el shopping, por mucha literatura (?) que genere, no es cultura, pero habrá que leerme dentro de tres décadas.

Sin embargo, el uso de una propiedad se rige por el interés monetario, un interés que nosotros, como masa consumidora definimos. Seguro que en la calle Arenal 11 se produce más actividad económica con una tienda de ropa, que con un teatro o una sala de conciertos, ¿eso es bueno no?. Resumiendo: entraría más gente con los bolsillos llenos que ahora, y saldría más gente con los bolsillos vacíos que ahora. Además, en este sentido los actores principales ganarían. El señor Trapote va a ganar dinero con un inmueble sobre el que solo su persona tiene derecho; y la gente también, más interesada en consumir bienes de moda que cultura. Quizás esto suene demasiado polémico, y sea conveniente reducirlo a puro imperativismo: es su casa, y hace con ella lo que quiere.

Lo más interesante de la cuestión de la Joy Eslava es ver hacia dónde camina el circuito de salas, aunque este caso me parezca que no tiene ningún punto en común con otros cierres. Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid podemos reflexionar sobre iniciativas como GPS, sobre el uso de espacios de propiedad pública para actividades musicales (que son cultura también), o sobre si el boom festivalero se está comiendo a las salas (no, no hay café para todos). La industria ha pasado del concierto en sala más la venta física de música, al festival más el streaming. Y este último parece que está consiguiendo hacer repuntar la venta física de nuevo. Quizás, los festivales logren captar a un público lo suficientemente abundante como para que valga la pena mantener una sala de conciertos un año entero. O no, lo mismo estamos ante un nuevo modelo de música en directo, mucho más acorde con la cultura de la multitarea en la que vivimos  inmersos.

¿Está en nuestras manos parar esto? Hay una opción, muy remota eso sí, que es pedir que la Joy Eslava se transforme en Bien de Interés Cultural, pero claro, eso depende de la Comunidad de Madrid, y sería necesaria una iniciativa popular potente. Como consuelo, siempre podremos aspirar a un concierto de Kraftwerk en los escaparates de la futura Joy Eslava.

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