La autobiografía de Miguel Ríos,” Cosas que siempre quise contarte” (Planeta, 2013), supone una gozosa invitación para dar un paseo, en color, por la escena musical española de los sesenta, setenta, ochenta y noventa, especialmente, que se va tornando al blanco y negro en la memoria, sin que nos demos cuenta, por parecernos años más lejanos de lo que realmente están.


Compuesto de innumerables verdades objetivas, con acentos subjetivos, entra directamente en el lector con la fuerza de un obús. Una vez se empieza a leer es necesario llamar a la fuerza de la voluntad para echar el freno. Y, como dice en su tema ‘Memorias de la Carretera’, sientes que “la sangre se te acelera” mientras te cuenta “pequeñas historias”. Lejos de ser una soporífera enumeración de discos y éxitos -más que abundantes a lo largo de toda su trayectoria- “Cosas que siempre quise contarte” busca, sobre todo, hacer al lector cómplice de la intimidad del granadino. Una intimidad que en ocasiones resultaba difícil encontrar siendo el pequeño de ocho hermanos. Un universo cerrado que Miguel desgrana con ternura:

Para conocer el resto de la anécdota, mejor adentrarse entre las páginas de un libro que despierta un glorioso desorden emocional y cuya escritura resulta soberbia. Entre esas páginas hay curas peculiares que se colocaban las pelotas lo más disimuladamente que podían; hay frustraciones personales y profesionales; hay anécdotas con quienes en su día fueron estrellas del fútbol; hay escenas del cine de una España cañí -obsesionada con entretener por entretener- contadas desde dentro. Hay también productores musicales, directores de discográficas, músicos del panorama nacional e internacional; compañeros de profesión -con los que tuvo sus más y sus menos-; representantes que parecieran pintados por el mismísimo Magritte -me refiero a Paco Lucena, concretamente-; y salas de conciertos que perecieron frente a salas que aún sobreviven.

“Cosas que siempre quise contarte” muestra desde el Mike Ríos que no se sentía cómodo con el nombre de bautismo que le pusieron en Phillips -la primera discográfica con la que firmó un contrato- y que se veía en la obligación de interpretar temas de twist de segunda mano, hasta el Miguel Ríos que organizó una de las giras más bestiales de la música patria –El gusto es Nuestro– de la mano de Ana Belén, Víctor Manuel y Serrat. Y sí, hay sexo, drogas y rock&roll, evidentemente. Sus primeros blancones y el proceso de adaptación a los porros. Pero lo más brillante son pequeños pasajes que cuenta con una clase de realismo mágico. Este en especial me sacó unas carcajadas, aunque hay varios repartidos, ilustre y sigilosamente, por todo el libro:

“Fue en la plaza Mayor de Viveiro, bellísimo pueblo de Lugo, en las fiestas patronales de agosto. El escenario estaba delante del ayuntamiento, cuyo salón de plenos nos servía de improvisado camerino. Cuando llegamos a la prueba de sonido, nos encontramos con que la toma de corriente era insuficiente para los vatios del equipo de luz y sonido. Teddy se lo hizo saber al concejal de festejos, pero sin consecuencias. Actué con tan mala suerte que a los veinte minutos del show ardió el cable y me dejó con la canción en la boca y al personal muy mosqueado. Nos metimos en el ayuntamiento sabiendo que se armaría follón esa noche. En medio de la conmoción que siempre sigue a una suspensión, apareció un muy excitado concejal de festejos y, al borde de un ataque de nervios, me preguntó desesperado: “Pero ¡carallo!, ¿es que es imprescindible la luz eléctrica para que usted actúe esta noche?”. […] Aquel hombre no paraba de repetir “cómo con Manolo Escobar no había pasado nada”.

Sepan que a él le debemos el inicio de los macroconciertos -lo más parecido que había por aquel entonces a los festivales que hoy en día invaden la geografía española- y gran parte del énfasis por los programas televisivos sobre música que años atrás se celebraban con entusiasmo y de los que andamos bastante huérfanos.

No parece que Miguel Ríos haya buscado, con la publicación del libro, una suerte de redención por los errores cometidos; sino más bien una demostración de esa frase, escrita por Walt Whitman, que reza: “No abandones las ansias de hacer de tu vida algo extraordinario”. Y con citas ajenas y propias, empieza y termina cada capítulo. Me quedaría con varias de ellas, pero creo que la más bestial de todas es la que encabeza el epílogo y con la que pretendo hacer salivar a todos los que no consideren lo reseñado hasta ahora suficiente como para comprar -importante esto, ya que cierran una media de dos librerías al día en nuestro país- y leer el libro. Las palabras escogidas para despedirme son de Antonio Gamero: “No les cuentes tus penas a tus amigos, que los divierta su puta madre”.

 

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *