Ahora que están de vuelta, resulta complicado no hablar de Slowdive, de su pasado, de las viejas cimas. Es un asunto complejo -no voy a tirar de refranero, lo prometo-, pero en Souvlaki tocaron el cielo.


La verdad es que Just For a Day, el debut de Slowdive, es una maravilla, pero en Souvlaki, los de Reading, fueron capaces de imprimir un sello personal, una marca que rezuma melancolía. El disco es uno de los pilares del shoegaze, una construcción tan grande como tu cerebro te permita imaginar. No es una cuestión de fuerza, ni de distorsión, sino de una niebla controlada para juguetear con la luz, para que el ruido llegue tal y como debe según el instante en el que estemos. En el elepé no hay una sola barrera, la composición fluye dentro de otros conceptos, más cercanos al amor y a la belleza, que a la fuerza. En ese sentido, Slowdive demuestra ser casi un género en sí mismo, un aparte dentro del sonido con el que se le etiqueta.

El álbum comienza con una explosión, con ‘Alison‘. Instantánea, brumosa, con ensoñadoras guitarras que se retroalimentan y un gran trabajo en la percusión para mantener la riqueza sonora. De repente, las puertas se abren y un laberíntico mundo aparece ante ti. Las imágenes se suceden una tras otras en estos comienzos de Souvlaki, las emociones comienzan a brotar sin fuerzas, esparciéndose en tu interior lentamente. Versos ácidos, alumbrados por la poca iluminación que ofrece la producción, van seduciendo al oyente hasta llegar a un lugar celestial (?), eso es ‘Machine Gun‘. Y en esas aparece ‘40 Days‘, para poner el contrapunto, para que Neil Halstead luzca más de lo habitual. ‘Sing‘ da el paso atrás, todo está tranquilo. Aquellas emociones que brotaban en su momento, ahora caen como gotas desde un grifo y Rachel Goswell clava su aparición. Qué voz más especial, qué bien mezcla con Halstead, que también saca matrícula en ‘Here She Comes‘.

Simple y genial, no puede pedirse más. Ahora, Slowdive, en lugar de aminorar la marcha, decide cambiar de rumbo, darnos un nuevo escenario llamado: ‘Souvlaki Space Station‘. Poco a poco, el reverb va creciendo en las guitarras, la percusión se amontona en tus conexiones neuronales y Goswell pone la guinda. Es espacial, es caótico y a la vez resulta pacífico. ‘When the Sun Hits‘ toma el relevo sorprendiendo también, con aires pop, con voces bien mezcladas y un resultado que acaba siendo muy pegadizo. El revés lo pone’ Altogether‘, el patito feo de Souvlaki, algo que jamás se entenderá, puesto que los discos se conciben como conjunto, no como una suma de canciones. Al menos los buenos discos.

Y ahora sí, ahora se frena, ahora aparece la tristeza. ‘Melon Yellow‘, no inventa nada, pero el estribillo es único y desgarrador. La letra, además, es de las que da qué pensar, mostrándonos nuestra dependencia hacia otras personas sin que podamos hacer nada por evitarlo. Cierra ‘Dagger‘ haciendo una última incursión en el corazón de nuestras emociones. Con pocas capas y una letra desgarradora, Slowdive clava la última puntilla de la tapa de Souvlaki: de esta no pasamos. Hermoso y triste, un final perfecto para un álbum que debe estar en cualquier colección que se precie.

Souvlaki no rompió nada, quizás la ausencia de esa esencia guerrera les haya granjeado detractores, sin embargo, no tengo la menor duda de que gracias a ello, han llegado a más gente y han cautivado a un numero mayor de oyentes. En aquel tiempo (1993) podría decirse que incluso estaban fuera de lugar -escuchando lo que venía de América-, pero hoy, volviendo con Slowdive, es un buen momento para recordar las razones por las que han creado tantas expectativas. Porque es difícil no identificarse con el punto de timidez que imprimen entre la bruma, con esa tranquilidad que sabes que de puertas para adentro acabará en furia, en una implosión imperceptible para los demás. Y ahí reside la clave de su música, en atraparte poco a poco, en rodearte, en envolverte hasta ser parte de Souvlaki y de los propios Slowdive.

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